Este 2 de abril me encontré con una historia muy particular sobre Malvinas. No es la historia de un veterano ni de algún caído. Tampoco de un miembro de las Fuerzas Armadas. Es la historia de uno de los millones de argentinos que –desde su propia casa- sintió el dolor de la guerra en carne propia. Ésta es una historia entrañable, sencilla y llena de amor por el prójimo, entre un adolescente y su abuela, que en plena guerra se vieron conmovidos por lo que estaban viviendo los soldados. Ese chico, 42 años después, se animó a escribir su “pequeña gran historia” y la compartió con sus amigos. A Gastón no lo conozco. Me llegó su escrito por medio de un amigo y me impactó mucho lo que leí, no solo por su contenido sino también por su preciosa prosa. Por eso lo llamé para pedirle autorización para publicar su historia. Siendo periodista, y además extranjera, y habiendo participado en la realización de la película 1982 La Gesta junto al equipo de Faro Films donde tuve el honor de conocer a tantos héroes, no me había dado cuenta que hubo otras almas heroicas que se involucraron en esta guerra. Miles de personas de todo el país, de todas las edades, que anónimamente desde su lugar y como pudieron, hicieron algo para acompañar a los soldados que lucharon por recuperar las Islas Malvinas. Ésta debe ser una de las miles de historias no contadas –tal vez no escritas aún, que muestran el corazón de los argentinos.
La Bufanda de Malvinas
Por Gastón Yaryura
Yo tenía quince años y entraba, a todo vapor, en la adolescencia. El uniforme del colegio me quedaba chico: ponerme el saco era un esfuerzo y tuvieron que soltarme el dobladillo del pantalón para ajustarlo a mi crecimiento. La imborrable línea de gastado, ahora quedaba a la vista, a la altura de mis tobillos, y daba cuenta de que había pegado un estirón y de que mi familia pertenecía a una clase media que podía afrontar un colegio privado, pero no nadaba en dinero como para comprarme más de un pantalón por año. Yo tenía quince años, y era un viernes muy temprano cuando llegué, con mi paso cansino, a la parada del 75 donde ya estaba Julio, un compañero de tercer año “A” del Colegio La Salle. Era un viernes 2 de abril del año 1982.
Los ojos de Julio brillaban como poseídos cuando me dijo que habíamos recuperado las Malvinas. “¿No escuchaste la radio?”.
– No… -contesté algo avergonzado por no compartir ese hábito que yo creía más propio de los adultos- ¿Cómo que recuperamos las Malvinas?
– ¡Sí, sií! ¡Fue increíble! Un grupo de comandos desembarcó y parece que en unas horas, tomaron las islas.
No sé porqué, pero yo también, a los diez segundos estaba contagiado por la euforia de mi compañero. “Malvinas” era una palabra sagrada. Como “Patria” o “Argentina”; y mi corazón había viajado, instantáneamente, desde la parada del 75 a Puerto Argentino, con sólo escuchar su nombre.
La llegada al colegio fue un impacto emocional: muchos llevaban camisetas de Argentina; otros banderas. O gorros. Un profesor bastante mayor y formal, apareció con una campera verde militar… y todos se mostraban -nos mostrábamos- orgullosos por lo acontecido. Al fin y al cabo, las Malvinas son argentinas, y la causa era justa. Y no hay nada más noble que luchar, y eventualmente morir, por una causa justa. Ese día, cuando finalmente pude ver el noticiero por televisión, escuché el nombre de Pedro Giachino, el primer argentino muerto en combate.
No voy a referirme a Galtieri, ni a Margaret Thatcher, ni a los motivos ocultos o concurrentes que dieron lugar a la guerra de Malvinas. Porque esa era gente siniestra, que nunca dijo la verdad, que tomaba decisiones por segundas o terceras intenciones ocultas, que nadie conocía, y que disponía, sin culpa ni temores, de las vidas ajenas. ¿Y yo? Yo apenas era un pibe al que recién le soltaban el dobladillo del pantalón.
Por eso prefiero contarles de la gente, de los chicos, de lo que nos pasaba en esos días. Y de mi abuela Porota, que es mucho más importante que Galtieri y que Thatcher, porque mi abuela llenó el mundo -su mundo- de amor y de vida. Y los otros dos, se fueron para siempre cuando murieron.
Con el paso de los días, el sentimiento de euforia se aplacó, y la información empezó a circular de una manera, tristemente, más precisa. Desde Inglaterra enviaban una flota temible, de las más poderosas del mundo. Traían un submarino nuclear con capacidad de destruir con una ojiva a Buenos Aires. Entre sus tropas contaban con gurkas que eran soldados sanguinarios… tenían visores nocturnos y armas de última generación. Que EEUU los apoyaría. Noticias así. Para compensar, nuestra prensa destacaba que los pilotos argentinos eran muy valientes, de los mejores del mundo, que era más fácil proveer alimentos y armas a Malvinas desde el continente. Que Perú nos ofrecía su ayuda. Esa clase de información. Y por supuesto, un dato duro: que el frío se haría cada vez más intenso con la proximidad del invierno.
En algún momento de toda esa vorágine de acontecimientos y de información -y desinformación-, nosotros, la gente, comenzamos a hacer nuestra parte. Nos dimos cuenta que Giachino no iba a ser la única baja de guerra. Empezaron las colectas y los actos, y el corazón argentino quedó a flor de piel. La gente no sólo donaba dinero, sino sus objetos más preciados, medallas deportivas, anillos de sus padres, joyas. Recuerdo que una señora de como 90 años donó su medallita de bautismo, que era de oro y que “ojalá sirva para ayudar a esos chicos, total a mí ya me falta poco…”.. Los más chicos armábamos cajas para mandar al sur, con víveres, chocolates, medias, guantes. Todo improvisado y probablemente inútil en esas circunstancias. Al menos, yo lo sentía así.
Una tarde, cuando volví del colegio, la abuela Porota estaba en casa. A veces se quedaba para ayudar a mi vieja, o simplemente, porque le gustaba pasar el rato con nosotros. Era cosa indiscutida en la familia, que yo era su nieto preferido porque tocaba la guitarra y ella siempre me pedía que cantara. Me decía “Gato”, y siempre, pero siempre, me traía algún regalo, o golosinas, o figuritas. Y ella era, por supuesto, la que me había soltado el dobladillo del pantalón. Esa tarde, sin embargo, estaba muy ensimismada tejiendo.
– ¿Qué hacés, abu?
– Estoy tejiendo -contestó levantando la vista por sobre los anteojos-. Una bufanda.
– Ah…
– Es para los chicos de Malvinas, porque escuché que no tienen mucho abrigo… -dijo, mientras retomaba su tarea-. En la televisión están pidiendo…
– Muy bien, abu -le dije, por decir algo- seguro va a ayudar.
– ¡Ay, Gato…! ¡Espero que sí! Te digo que escucho cada cosa… que me angustio. Pobres chicos, parece que no tiene bien las botas, que les entra agua, que…
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no de llorar sino de no poder llorar. Esas lágrimas que se quedan atascadas y no pueden salir. Me levanté y la abracé.
– Me gustaría… si fuera más joven, tejería una bufanda gigante para abrigarlos a todos, pobrecitos.
– Eso es imposible -sonreí–
– Sí ya sé… pero pienso en todos esos chicos, allá y … ni me quiero imaginar por lo que están pasando. Y sus familias.
– Está bien, abu; no se puede hacer una bufanda gigante, pero se puede hacer una por vez…
Nos quedamos así un rato, ella con las manos en las agujas, yo mirando una taza de café.
– Es verde…-me dijo mostrándome la lana verde- Para que los ingleses no la vean desde lejos.
Nos volvimos a acompañar en el silencio, y yo pensé qué lindo era que en el mundo, además de gente siniestra, hubiera personas como mi abuela Porota, que tejían bufandas para abrigarnos.
– ¿Te falta mucho? Si terminás hoy, mañana la llevo para que la manden a las Malvinas.
– No, no: una hora más.
Al día siguiente llevé la bufanda de la abuela Porota doblada prolijamente en una bolsa de plástico, como ella me la había dado. Llegué temprano al colegio, y antes de que sonara el timbre, pasé por la capilla. Era una costumbre que había adquirido con la guerra: todos los días, antes de clase, pasaba por la capilla y rezaba un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. Y al Ángel de la Guarda, que era en quien yo más creía. El padre Alberto me vió y me preguntó si me quería confesar. Le dije que no. Pero cuando terminé mi oración al Ángel de la Guarda, el padre Alberto seguía ahi, inclinado sobre un banco, supongo que rezando, y no sé porqué me salió pedirle el favor:
– Padre… disculpe.
– ¿En qué te puedo ayudar?
– Tengo esta bufanda -saqué de la bolsa la bufanda verde prolijamente doblada-. La tejió mi abuela para los chicos de Malvinas… ¿La podrás bendecir? -me salió tutearlo, tampoco sé porqué-
– Claro… ¿Querés pedir algo en particular? ¿O por alguien?
La verdad es que me sorprendió con su pregunta, yo no sabía que en las bendiciones se pedían cosas, pero en ese año, 1982, todo era distinto.
– Yo quiero pedir para que el soldado que use esta bufanda, no pase frío. Y siempre se sienta abrigado -pensé en mi abuela Porota abrazando a ese soldado, preparándole un mate con un pan con manteca-…
El Padre me miró y cuando iba a levantar su mano para hacer la bendición, lo interumpi:
– En realidad, quiero pedir que no se muera. Que esta bufanda sea como un escudo que lo proteja del peligro. Y que si se muere… que no se sienta solo. Que sienta… que sienta que alguien lo abraza en ese último momento. Que lo abraza fuerte, como abrazan los papás.
El padre cerró los ojos, y yo también, y los dos teníamos esas lágrimas de la abuela Porota, esas que no salen, que se te atascan en los ojos y en la garganta. Porque no podés gritar, ni sabés muy bien lo que te pasa, esas que te dan ganas de que alguien te envuelva con una bufanda gigante, que te abrigue y te proteja de todo lo que está mal
- El texto original de Gastón Yaryura lo pueden encontrar en su blog titulado de quaderno.